Abraham Cruzvillegas
Nota sobre la exposición Esfuerzo Saludable,
Periódico Reforma
La muestra individual Esfuerzo saludable de Miguel Monroy montada directamente en su lugar de trabajo (donde vive, pues), reúne una serie de obras concluidas este año con distintas aproximaciones y técnicas, unidas por la observación metódica del espacio que divide lo efímero de lo infinito.
Sin abundar explícitamente en temas o referencias del arte, Monroy señala situaciones donde el flujo permanente de la material y la energía describen una espiral, o más bien, una banda de Moebius.
En la serie de fotos Polaroid que dan nombre a la exposición, hay toda una narración: sobre una banca de un parque, un hombre joven y robusto –Miguel- exprime una naranja sobre un vaso de vidrio usando el peso y la fuerza de su propio cuerpo haciendo lagartijas para lograrlo. Luego, bebe el zumo sentado relajadamente en el sitio de los hechos.
En una colección de videos denominada Apunte, Monroy presenta en primer lugar, el registro “objetivo del tránsito de un hombre (otra vez él mismo) dando vueltas a la esquina en un interminable ir y venir alrededor de una manzana, como si en su extravío hubiera certeza o necesidad de comprobación. En el sentido de las manecillas del reloj, el personaje pasa una y otra vez frente a la cámara fija, reiterando la triangularidad de este edificio en forma de rebanada de paste, sólo interfiere una familia que deambula desentendida hasta perderse al fondo del panorama; luego, en otro video, se ve a uno muchachos remojándose en las olas del mar que van y vienen, clavándose, revolcándose, saltando y nadando ociosamente; en un tercer video el artista registra maniáticamente la orilla de una alberca, como tratando de encontrar “algo” que nunca aparece, acompañado del canto de las chicharras y los pajaritos, mareando al que observa con un tránsito que hace pensar en una piscina gigantesca o una pesquisa obsesiva.
El último video, grabado desde la ventanilla de un automóvil en movimiento, sigue con la lente el interminable cableado de la luz, dibujando un eterno pentagrama que sube y baja, se entrecruza y se empalma con el entorno, con el cielo y consigo mismo en sus líneas energéticas. Luego se repite todo el conjunto, en el que no hay edición; aquí la idea del loop es puntual: es un rizo y punto.
En una sala, un globo inflado con aire pende de un hilo a otro inflado con helio. La materia que les da cuerpo es igualmente invisible, pero contundente en su equilibrio de espejo.
En otro espacio, un ventilador eléctrico sopla a otro apagado, haciéndolo funcionar. Cuando uno transita el espacio entre ambos se desactiva la mecánica de la escultura, la dinámica ¨funcional¨ de esta pieza corrompe el concepto utilitario de la instalación como obra de arte, puesto que al habitarla la descomponemos: su eficiencia radica en su inestabilidad. El espectador de la obra se convierte en un agente incómodo y cruel, en un voyeurista que afecta la relación interna, ocasionando un coitus interruptus.
Cuando podría pensarse en la cercanía de la obra de Monroy con especulaciones deterministas sobre el flujo continuo de la materia, en realidad hay una recuperación de la voluntad individual, con la subjetividad que, sin embargo, sigue siendo idealista. Aquí la doctrina heracliteana del Hilozoísmo (“creencia según la cual la totalidad del cosmos es como ser viviente dotado de alma, y en la que la materia misma está animada y no precisa de la concurrencia de principios vitales extrínsecos”) encuentra su clave y su dialéctica en un círculo que podríamos llamar El efecto tómbola.
Hay que aproximarse a la obra de Miguel Monroy como un conjunto, como una totalidad que da sentido a las interpretaciones múltiples que pudieran surgir más allá –nuevamente- de la volundad expresiva o comunicativa del autor. Son obras que en su simpleza detonan la reflexión sobre la presencia de uno mismo como agente activo de las mismas.
De esto da cuenta la pieza más enigmática de la muestra. Una pecera infradelgada de casi 300 litros en la que navega un cardumen de peces aplanados. Es una marina en la que el déjà-vu se desnuda en un azoro similar a la contemplación del fuego en una fogata, en una chimenea o en un cerillo. La inestabilidad de esta pieza radica en su silenciosa afiliación al mobiliario común del espacio doméstico. Distinto al inglés Damian Hirst, que construye megalomaniazas peceras en forma de displays que son recipientes de modelos orgánicos y tautológicos del “deterioro” de la cultura occidental. Monroy simplemente acude a la universalidad del flujo permanente, atrapándonos en una contemplación muda de la naturaleza contenida, cercana a un Zen perverso donde la visión en una ventana del Renacimiento se mezcla con la realidad real y crea una perspectiva que no desconfía de la posibilidad de que el arte nuevamente se atomice y se extrañe de sí mismo.
Abraham Cruzvillegas
marzo 2001